martes, 20 de septiembre de 2011

Llegada (18/09) y día 1 (19/09): Londres


El viaje fue corto, aunque con demasiado equipaje. Remataron las 70 libras que gastamos en transporte para volver de Heathrow (tren y taxi, éste último una casi-limusina Mercedes que nos cobró 30 euros por unos 10 minutos de trayecto… si es que cuando estás agotado, el dinero deja de importar). Cuando llegamos al hotel, el recepcionista, un hindú llamado Omer, nos informó amablemente de que nos habían colocado en una habitación en el quinto piso, pues teníamos que haber avisado de que veníamos con exceso de equipaje. Dejamos dos de nuestras cuatro maletas en la recepción y subimos cinco pisos de pequeñas escaleras enmoquetadas arrastrando con las maletas y el cansancio. Una vez arriba, nos encontramos con una habitación minúscula, en la que apenas cabíamos con el equipaje. Cuando el hambre nos venció finalmente, salimos a comprar algo de comer, nos hicimos con unos cup noodles y volvimos a la habitación, donde hervimos agua y engullimos vorazmente nuestra pobre cena, con bolígrafos a falta de cubiertos. Después de descubrir pequeños detalles como que mi pastilla de jabón había sido probablemente usada, nos dormimos, con la esperanza de que por la mañana mejorase la cosa. De madrugada, me desperté con el ruido extremo que estaban haciendo los de la habitación de al lado recogiendo su equipaje, manteniéndome entre el sueño y la realidad hasta que amaneció.
Por la mañana, la habitación estaba helada… parece que a Londres no le importa que el verano no se haya acabado todavía. Bajamos a desayunar con la esperanza de que la cosa mejorase, pero nos encontramos con una comida escasa e igual de fría que la habitación. Por ello, no nos sorprendió descubrir que la ducha se abría con un tornillo que hacía de grifo y  que la temperatura del agua no se podía regular, con lo que salía extremadamente caliente. Intentando evitar una quemadura de segundo grado, se me cayó el sobrito de gel al plato de ducha y al levantarme me golpeé la cabeza con la jabonera. Luego, olvidándome momentáneamente de mi obsesión con los gérmenes, lo intenté abrir con la boca, con lo que mis papilas gustativas fueron invadidas por un sabor químico a coco amargo.
Tras vestirnos, salimos a la calle, rumbo a Victoria Station, donde cogimos el metro hacia Temple. Una vez allí, con dos horas por delante para hacer tiempo, visité St. Clement Danes, una iglesia reconstruida tras la Segunda Guerra Mundial como baluarte espiritual de la Royal Air Force. Segiudamente, comencé un extenso paseo acompañado por The Kooks y su último álbum, Junk of the Heart, cuya alegría pop, si bien me resultó empalagosa a la primera escucha, fue una banda sonora perfecta para la situación. Encontré por accidente la zona de The Temple, una especie de oasis en el centro de la ciudad, en la circunscripción de la City, que sirve de cuartel general para numerosas oficinas de abogados, notarios y dos de los cuatro Inns of Court de Inglaterra; un lugar donde iglesias, casas victorianas y jardines públicos se mezclan con abogados trajeados y coches de lujo. Seguidamente, bajé hacia Victoria Embankment, y siguiendo el curso del Támesis llegué hasta Westminster Abbey, pasando por delante del Parlamento. Me detuve a coger resuello y retomé la caminata, parando frente a Downing Street, hogar del Primer Ministro. Volví hacia Temple pasando por todos los parques que encontré de camino; es  gracioso observar cómo se reúne en ellos gente de lo más variopinta para disfrutar del sol.
Comimos en Pret A Manger, un restaurante de comida rápida aparentemente sana y muy rica. Luego volví al B & B, donde descansé durante un par de horas.
Volví a retomar mi paseo solitario por la tarde, esta vez hacia Picadilly Circus, y como olvidé la Oyster Card (el metro resulta extremadamente caro sin ella), tuve que hacerlo a pie (ida y vuelta). Crucé las extensas zonas verdes que rodean Buckingham Palace, acompañado esta vez por el debut homónimo de los Stone Roses, volví a comer en Pret A Manger y me entretuve deambulando un rato por el West End. Llegué al B & B medio muerto y con los pies llenos de bolsas, aunque tardé bastante rato en dormirme debido a los golpes (cuyo origen desconozco) de los nuevos vecinos.


1 comentario:

  1. Qué bueno leerte! no te aburras, está genial. Me gusta el sentido del humor que le echas al asunto, pero sobre todo me encanta como describes esos paseos que, por otra parte, te pegan un montón, casi como si ya los hubieras contando o vivido en una de tus múltiples vidas: cantante de rock sesentero, grumete de un mercante irlandés o un lord "nosequé" del siglo diecisiete.... Enhorabuena, hijo, un abrazo gigante!

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