Si hay algo que hace que el frío merezca la pena es la nieve. Hoy ha caído la primera y tímida nevada en Leamington Spa, y he salido a la calle para disfrutarla. Poco a poco aceras, coches, tejados y árboles se han ido cubriendo de un fino manto que, paradójicamente, parece abrigar en cierta medida, dotando a las calles de un inusitado romanticismo y al hogar de una nueva calidez.
Por fin he encontrado además el momento de ‘postear’ una de mis canciones preferidas, Goodbye England, de Laura Marling. Cada vez que la escucho casi parece que puedo tocar la nieve, la misma nieve que hace a la cantante amar a este país más que en ningún otro momento, según reza uno de los versos principales. Porque es cubierta de nieve cuando Inglaterra parece cobrar auténtico sentido.
Si hay un momento clave en la vida del ser humano es cuando suena el despertador a las siete de la mañana y se presenta el crítico dilema de o bien desperezarse y enfrentarse al mundo o bien seguir durmiendo y evadir cualquier clase de responsabilidad, opción que a la –tenue– luz de la somnolencia mañanera parece claramente más sabia que cualquier otra, independientemente de lo que tengamos por delante a lo largo del día. Si por casualidad ello incluyese tener que coger el metro de Londres nada más comenzar la jornada, lo mejor sería encomendarse a Dios para que tal imagen no nos sorprendiera con las sábanas aún por encima, pues existiría un alto riesgo de dar la mañana por perdida antes de empezarla y no levantarse de la cama.
Afortunadamente, los planetas se alinearon, pues ni tal pensamiento se nos pasó por la cabeza en la madrugada del 21 de enero ni el metro sufrió avería alguna, con lo que conseguimos llegar a la estación de Paddington a tiempo para coger nuestro tren hacia Bath, una pequeña ciudad Patrimonio de la Humanidad situada en el suroeste del país, a una hora y media de distancia de la capital.
Llegamos tras un viaje tranquilo a través del omnipresente countryside inglés y apenas quince minutos después de bajarnos del tren me encontraba engullendo mi ansiado full English breakfast en un pequeño establecimiento situado sobre un puente que cruzaba el río. Más repuestos, iniciamos un largo paseo a lo largo de la pequeña ciudad, poblada de edificios georgianos de tonos claros, de los que cabe destacar el Royal Crescent, uno de los must arquitectónicos del Reino Unido. Observé que, como suele ocurrir en este país, la homogeneidad y la elegancia se mezclaban con un cierto aire de decadencia y un curioso olor a viejo, dando rienda suelta a una imaginación que se nutría de cada rincón y que parecía inventar mil historias con cada paso.
En el concurrido centro de la ciudad, la muchedumbre se concentraba enfrente de la pequeña plaza que comunicaba la iglesia principal, Bath Abbey, con The Grand Pump Room y con el lugar de mayor interés histórico de Aquae Sulis (a.k.a Bath), las termas romanas, construidas sobre aguas termales naturales, un lugar que ya era sagrado para los celtas y en cuyo emplazamiento los romanos construyeron no sólo unos fastuosos baños sino un gran templo dedicado a la diosa Minerva. Desgraciadamente, sólo se conservan las ruinas, pues el lugar fue salvajemente destruido por los cristianos a comienzos de nuestra era.
Tras la visita, decidimos descansar durante un rato en alguna tetería agradable. Casi por casualidad llegamos a una casa-museo en la que residió Jane Austen y que hoy, además de servir como homenaje a la escritora, alberga en su última planta lo que según parece es uno de los mejores salones de té de la ciudad. El lugar, tan estereotipado que rozaba la irrealidad, parecía no haber albergado más presencia masculina que la del retrato que colgaba de la pared de uno de los conocidos personajes de Pride & Perjudice durante años. Grupos de mujeres compartían bollos, sándwiches y tés mientras charlaban, atendidas por camareras que parecían haber salido de una de las historias de Austen. Todo resultaba tan armonioso y delicado que me pasé casi todo el tiempo preocupado por tener los codos en la pequeña mesa o tirar la tetera al suelo. El rato transcurrió por fortuna de forma agradable y sin incidente alguno, a pesar de mi torpeza.
A eso de las cuatro nos dirigimos hacia Thermae Bath Spa, para disfrutar de un baño caliente al aire libre mientras observábamos la puesta de sol tras los preciosos edificios de la ciudad. A pesar de que las vistas merecían la pena, el agua del spa estaba demasiado fría para esta época del año, hecho que no nos sentó muy bien después de lo que tuvimos que pagar para entrar (¡nos cobraron hasta la toalla!). No obstante, si bien fue la mayor decepción del día, bañarse en una azotea desde la que se vislumbra una ciudad tan bonita es una experiencia tan poco común que no habríamos estado dispuestos a privarnos de ella.
Cuando salimos tenía tanta hambre que engullí en menos de cinco minutos la primera ración (y espero que una de las últimas) de fish & chips de mi vida, con lo que me vi acompañado durante el viaje de vuelta de un desagradable dolor de estómago y un intenso arrepentimiento, que conseguí aplacar ligeramente con Ryan Adams como banda sonora.
Aunque dada mi falta de compromiso puede que este blog haya perdido algo de sentido, no me gusta dejar las cosas a medias, por lo que publico un texto que escribí hace unas tres semanas, cuando estaba de vuelta a casa por vacaciones de navidad:
‘‘Y así se van tres meses. Mi primera etapa aquí termina tal y como vine: escribiendo mientras admiro el paisaje desde el tren, aunque esta vez me he sentado al revés, como para sentir que en cierta medida vuelvo atrás en el tiempo. Me acompaña un brillante e inusual sol de media tarde (aunque apenas son las tres), que ilumina los interminables y gélidos prados.
La sensación con la que me he despertado es extraña. A pesar de que el final del trimestre y las vacaciones no son más que una ‘convención’, efectivamente se ha cerrado un episodio de mi vida: ayer finalizó Rent, tras diez mágicas noches de representaciones y dos maravillosos meses de trabajo. Ser parte de ése musical había sido una de mis múltiples obsesiones desde que, hablando claro, cambió mi vida cuando lo descubrí hace unos tres años. No tengo muy claro el porqué, lo único que sé es que me hizo madurar y entender cosas que me resultaban desoladoras y complejas, por no mencionar que supuso un punto y aparte en mi corta experiencia creativa.
Lo que jamás habría imaginado con dieciete años es que tendría la oportunidad de participar en una producción semiprofesional de la obra en Inglaterra, una oportunidad inestimable para alguien que, como yo, procede de unas pequeñas islas en medio de ninguna parte donde estas cosas no sólo no se barajan, sino que se desprecian. Inestimable además por haberme visto rodeado de unos compañeros de reparto apasionados y rebosantes de talento a quienes, a pesar de que algunos me doblan en edad, me he sentido muy unido en los últimos dos meses.
Me ha fascinado también no sólo la profesionalidad, sino la generosidad extrema que hace posible la producción de obras en el circuito de teatro local. Artistas que trabajan sin ánimo de lucro para ofrecer un producto más que decente, donde todo beneficio se destina a las arcas del teatro, que utiliza el dinero para continuar produciendo obras. He de decir sin embargo que a los actores no nos han invitado ni a una cerveza.’’
Qué mejor manera de celebrar el veinte aniversario del que probablemente es uno de los mejores álbumes de los noventa que con un disco tributo. Efectivamente, el Achtung Baby!, de U2, versionado al completo por diversos artistas, dando un poco de color a este gris mediodía londinense.
En vistas de que he recibido numerosos ruegos de mis miles de seguidores suplicando por una actualización y de que tengo media hora por delante de viaje en tren hacia Leamington Spa, voy a resumir los últimos diez días en un único post, para que todos economicemos esfuerzos.
El Orientation de Warwick fue una experiencia bastante entretenida. Aunque inicialmente estaba bastante reacio a participar, pues tras leer el programa y ver las fotos de otros años me parecía algo nerd, un poco flipado y un tanto boy scout, me entristeció bastante que acabara. Fueron 4 días de charlas, excursiones, actividades, fiestas y cerveza, con cientos de alumnos de todas partes del mundo afincados en las innumerables residencias de la universidad. El objetivo: facilitar a los estudiantes la adaptación a un contexto completamente distinto de forma que llegar a la Universidad de Warwick no suponga un golpe seco. Incluso un misántropo como yo consiguió hacer amigos en poco tiempo.
Tras el orientation y un fin de semana tranquilo, tocó enfrentarse a la parte burocrática (aún sin resolver completamente): solucionar problemas con el horario y las asignaturas, mandar certificados, sacar la Bus Card y apuntarse a las infinitas sociedades de estudiantes deportivas, culturales y artísticas que se ofrecen aquí. Paralelamente, había que asistir a los primeros seminarios y presentaciones, además de tener en cuenta a la lista de lecturas para la semana siguiente, imposible de abarcar. Todo ello supuso que pasase diez horas al día en el campus, aunque tal esfuerzo no ha dado demasiados frutos; no obstante, he hecho cosas tan interesantes como asistir a mi primera sesión de escalada, donde el acojone se vio gratamente compensado por lo entretenida que fue.
El viernes, invité a unos amigos a cenar a casa, sin pensar previamente en lo que supone cocinar para siete personas. Al final fuimos ocho (dos portugueses, una alemana, un chico de Singapur -desconozco el gentilicio-, dos indios y dos españoles). Afortunadamente, mi pollo tikka masala fue suficiente para alimentarnos a todos, y lo que es más importante, quedó relativamente bueno. Un par de horas más tarde, fuimos a Smack, la discoteca más frecuentada por los estudiantes de Leamington, en donde el popmainstream a decibelios infernales terminó por ganarme la batalla antes de la una.
El fin de semana volví a Londres. El sábado lo pasamos visitando tiendas por Oxford Street. Aunque el centro de la ciudad es espectacular, nos quedamos sorprendidos cuando visitamos Brick Lane el domingo, un mercadillo enorme de ropa de segunda mano, bisutería, zapatos, discos, comida, cámaras de fotos... Tras un ingente English breakfast decidimos desatascar nuestras arterias dando un extenso paseo, a lo largo del cual visitamos cada tienda que encontramos, cruzándonos por el camino con gente de lo más pintoresca (como sacada de una novela de Charles Dickens pero manejando iPhones), sacamos fotos e incluso disfrutamos bebiendo y comiendo un coco. Después de tres horas caminando, iniciamos la retirada todo lo rápido que nos permitieron nuestras doloridas piernas.
Como no me dio tiempo a terminar de escribir en el tren y dado que estoy malgastando un tiempo precioso en la universidad que podría utilizar para resolver cuestiones burocráticas o, mejor aún, leer sobre la Unión Europea, voy a parar de escribir, aunque no sin antes dejar el link de lo que para mí es un clásico instantáneo de Kasabian, de su último disco, Velociraptor!
Ayer compartí una tarde agradable con mis compañeros, a quienes por fin conocí. Después de ir a un pub (peligrosamente cercano a casa, he de decir) estuvimos hablando varias horas en la cocina tomando té; tengo la sensación de que no podía haber venido a un lugar mejor.
Como no había nadie en casa hoy por la tarde, decidí salir a dar un paseo y conocer un poco más la zona. Después de pasar por varias calles llenas de pequeñas tiendas y casas de ladrillo rojo, terminé en un parqué llamado Jephson Gardens& Mill Gardens, plagado de ardillas, familias, ancianos y parejas. Para poner banda sonora a mi solitario paseo, decidí escuchar el álbum I’m Your Man, de Leonard Cohen. Regodeándome en mi propia sensiblería al compás (3/4) de Take This Waltz, me conmovió darme cuenta de que los jardines servían como lugar de homenaje a los muertos. Lápidas a los pies de los árboles rezaban la razón por la que éstos se habían plantado, como si se tratase de un cementerio viviente. Nombres anónimos como el de Jack Vest, recordado por su familia en 1986, se encontraban grabados en la piedra, y al lado de éstos otros tantos como el de Joy Ashton o Charlie Bishop, inmortalizados en los bancos donde quiero imaginar que solían sentarse.
El silencio de estos sencillos recordatorios contrastaba con el bullicio del domingo en el parque, con la pasión de los jóvenes que se besaban, la energía del niño que perseguía a la ardilla y, por qué no decirlo, el trasero perfecto de la chica que pasó a mi lado haciendo footing. Sorprendentemente, todo estaba en perfecta armonía; me explico: normalmente, el lugar de homenaje para la gente corriente muerta es el cementerio, donde no nos esperaríamos encontrar a unos niños jugando a la pelota o a una pareja revolcándose (¿o quizá esto sí?), pues se suele asociar con lo siniestro (además, darse de bruces contra una lápida por accidente puede ser doloroso); esto es, la forma que parecen tener aquí de airear la memoria de los fallecidos, de una forma tan fresca y pura, hace que el asunto se torne menos espeluznante, con lo cual en un parque puede haber espacio tanto para la vida como para la muerte, aunque también es cierto que el hecho de no tener cadáveres bajo tierra ayuda.
Tras tan bella reflexión y después de perderme un par de veces, me volví a casa por la avenida principal.
Salí con bastante margen del B & B… El día anterior (el cual no escribí, a pesar de tener anécdotas tan interesantes como la de la tirita de la ducha) me dejó claro que en Londres los imprevistos están a flor de piel. En cualquier caso, llegué a la estación sin problemas, me compré un bocadillo, esperé al tren y subí.
Antes de que arrancase, pude intercambiar unas palabras con un hombre mayor muy simpático, el ejemplo del caballero británico, que bromeó conmigo cuando le pregunté (para no acabar en Irlanda del Norte) si el tren en el que estaba se dirigía hacia Birmingham, a lo que me contestó algo así como “Birmingham, Reino Unido, no Birmingham, EEUU, ¿verdad?”. El viaje fue bastante ligero, disfrutando del countryside mientras escuchaba el penúltimo disco de Laura Marling, I Speak Because I Can, folk británico al más puro estilo con letras que van desde lo cotidiano hasta insondables inquietudes espirituales (la cabrona no tiene sino un año más que yo y ya ha sacado tres álbumes… maldita sea).
Una vez en Leamington Spa, di varias vueltas para encontrar la parada de la guagua. Cuando llegó, me costó un gran trabajo subir con la maleta, la guitarra y la mochila. El trayecto hacia la universidad fue más corto de lo que esperaba; sin embargo, me bajé antes de tiempo, con lo que tuve que esperar a otra guagua, cuyo simpático conductor (no voy a decir “chófer” cuando ya he dicho “guagua”, demasiado dialecto autóctono en la misma frase) me cobró más de una libra por un minuto y medio de trayecto y no me avisó cuándo tenía que bajarme, a pesar de que estaba obviamente perdido; menos mal que una mujer muy amable me indicó qué parada era la mía.
Tras recibir las llaves de mi casa, me dirigí nuevamente a la parada de la guagua. Después de subir en la que no era y hacer muchas preguntas, conseguí dar con la correcta, que me dejó en el centro de Leamington. Una vez allí, pregunté a un hombre por mi calle, quien al no saber dónde se encontraba me acompañó hasta que la localizamos, un poco más allá de la avenida principal. La casa, una pintoresca vivienda victoriana, me sorprendió gratamente nada más entrar (todo está muy limpio, incluida la moqueta, es espaciosa y ha sido reformada hace poco). Mi cuarto también fue una agradable sorpresa (tiene una ventana bastante grande, es espacioso y entra mucha luz por la tarde). Ninguno de mis compañeros de piso estaba, con lo que salí a buscar algo de comer. Terminé en el McDonald’s, que siempre es un buen refugio en un sitio nuevo, como una embajada pero con queso.
Volví a casa y deshice la maleta. Cuando terminé, a eso de las seis y media y con el comodín McDonald’s gastado, intenté localizar otro sitio donde comprar algo de comer, aunque para mi sorpresa todo estaba cerrado ya y había mucha menos gente en la calle… si esto es así en septiembre, no quiero imaginar dentro de dos meses.
Volví otra vez, toqué un rato la guitarra, me puse a escribir el diario… (me estoy dando cuenta de que esta frase puede llevar a una regresión infinita, con lo que, aprovechando que me ruge el estómago, voy a salir a comer en el primer sitio que encuentre).